Sabía que no debería haber tratado así a aquél tétrico personaje. Cierto es que pretendió engañarle estafándole con unos precios abusivos, pero sus palabras hacia él fueron duras, hirientes y casi humillantes.
Lo sentía, pero no había hecho sino descargar sobre él todas las frustaciones de una humanidad deshumanizada, de una sociedad a la que él consideraba cargada de inútiles inconscientes y de vagos impenitentes.
Javier salió de la tienda y se adentró en las lúgubres calles de aquel perdido barrio. Con la mirada encendida, el corazón exaltado latiéndole a un ritmo que parecía golpearle lo más íntimo de sus sentimientos, poco a poco fue poniendo pie tras pie sin un destino concreto.
El silencio de la noche fue filtrándose por sus poros y el leve rocío que caía y le calaba adueñándose de sus temores. Algo pasaba a su alrededor. Alguien lo observaba y en cada esquina parecía oir los acolchados pasos de una o varias personas que lo espiaban.
¿El miedo, quizás? ¿la culpabilidad?
Cuando se cruzó con otra persona que parecía pasear despreocupada por la otra acera se giró para mirarla y, al mismo tiempo, esa persona también se giró. Su mirada se cruzó con la mirada cargada de odio que aquella otra persona le dirigió.
A su mente le vinieron unos sonidos que habían pasado desapercibidos momentos antes. En su largo paseo por esas calles sin fin cada teléfono de cada cabina había sonado dando un timbrazo en forma de profundo quejido y siempre parecía haber habido alguien para descolgarlo.
A partir del tercer o cuarto teléfono (curioso que hubiera tantos en tan pocas calles), era cuando había comenzado a percibir esas miradas que le acechaban.
Cada vez más nervioso pudo oir nuevamente una llamada en una cabina de teléfono que había cien metros más allá. Y de nuevo percibió a un chico joven que pasaba cerca. Dudaba y sudaba profusamente. Parecía querer luchar contra una fuerza invisible que lo empujaba hacia el teléfono. Incluso alzó su mano para descolgarlo pero un instinto natural lo detuvo por un momento. El tiempo suficiente para huir hacia el interior del edificio más cercano.
Lo conocían como Gabi. Un chico de apenas 18 años, tímido y retraido. Buen estudiante pero muy nervioso. Camiseta de Iron Man y unos pantalones vaqueros, pero no de los rotos. El clásico chico sano que no pretende sino pasar desapercibido por la vida.
Gabi corrió como alma que lleva el diablo hacia el interior de aquel viejo edificio abandonado y maloliente. Las paredes sucias, los cristales rotos y las telerañas le daban un aspecto terrorífico. No había apenas un ruido dentro, nada se movía… salvo la puerta del ascensor que se abrió en cuanto entró.
El pánico que se había apoderado de él al oir la llamada de teléfono se intensificó. Ya no sentía sino el vello erizado de su nuca, las lágrimas apunto de saltársele y los nervios totalmente en tensión. No quería salir fuera. Algo lo esperaba allí, pero ni loco entraría en aquel ascensor.
A su derecha unas escaleras destrozadas le indicaron el camino. Se dirigió hacia ellas, corriendo como un loco y casi trastabillando comenzó a subir los escalones de dos en dos, sin querer mirar atrás por temor a encontrarse con algo horrible.
Con el corazón a punto de estallarle vio como en cada rellano al que llegaba la puerta del ascensor se abría invitándole a entrar. Pero él seguía corriendo escaleras arriba sin querer pensar que en algún momento se le acabarían.
Al fin, ya en la última planta se decidió a dejar las escaleras y adentrarse en el corazón del edificio. Sentía las paredes vivas, los quejidos que se escapaban bajo las ranuras de las puertas, los crujidos de las tuberías desvencijadas y un leve susurro que bien podría ser una voz del más allá.
Ante sus ojos un largo pasillo le recordó aquella clásica imagen de «El Resplador» y ya solo esperó ver aparecer a sus fantasmas. No podía seguir en aquel lúgubre pasillo, se dijo, y tomó la primera puerta que encontró.
¡Niños! la habitación estaba llena de niños. ¡Aquéllo era un colegio! o al menos, había sido un colegio. Vueltos de espaldas a él, todos parecían atender desde sus pupitres a un profesor inexistente. Pero allí solo había silencio. Nadie hablaba, y la vida de ultratumba que él respiraba en el pasillo, había dejado lugar a la muerte más oscura que uno pudiera imaginarse.
Aterrado sintió que sus pies avanzaban hacia el chico del último pupitre. En un sueño, vio su mano alzarse y posarla sobre el hombro del chico, y en unas milésimas de segundo que parecían eternas vio al niño girar su cabeza.
El grito de terror resonó dentro de su cabeza aunque sabía que su garganta había sido incapaz de emitir sonido alguno. Cuando miró a los ojos al niño no había nada en ellos. Solo una luz mortecina roja salía de sus cuencas vacías.
Y entonces se dio cuenta de que los niños vivían en un mundo de sombras, blancos y negros. El único color era el del odio que salía de sus ojos, y cuando todos se volvieron a mirarlo, todos cadavéricos pero con aquella mirada roja, supo que a su espalda la muerte había llegado.
Se giró y se encontró frente a frente al mismo diablo. Enfundado en una sudadera negra, con la capucha puesta y una máscara terrorífica («Saw», pensó), se sintió aprisionado por unos brazos fuertes que lo estrujaban. Mientras sentía como se quedaba sin aliento lo vio sacar un largo cuchillo y ya no pudo sino darse cuenta de que lo apuñalaban en el estómago.
Como pudo logró zafarse, y con sus últimas fuerzas lo empujó hacia atrás. Lo último que pudo escuchar antes de perderse definitivamente en el mundo esquizófrenico en que había entrado y del que ya no volvería a salir fue el sonido de unos cristales rotos. Vio al asesino atravesando aquellos cristales y cayendo al vacío. Oyó el crujido horrendo de sus huesos al estamparse con el suelo del patio central de aquel deshabitado colegio. Y vio desde la ventana el inmenso charco de sangre que se formaba a su alrededor.
La locura lo condujo a correr como buenamente pudo, con la mano apretando la herida del estómago, escaleras abajo.
Javier lo vio salir de aquel edificio. Las malas vibraciones que desprendía aquel lugar hubieran sido motivo suficiente para hacerlo correr. Pero el chico parecía herido, y de entre sus dedos en el estómago manaba la sangre a chorros.
Sabía que algo horrible había sucedido dentro. Sus ideas se enlazaron. Recordó la amenaza estentórea del dueño de la tienda, los teléfonos sonando, la gente observándolo a su paso con una media sonrisa y una mirada cargada de odio. Y sintió la locura y la muerte en el áura del chico.
Corrió para ayudarlo y sin siquiera mirarlo pasó las manos sobre sus hombros, lo aupó y le ayudó a correr lejos del edificio.
Aunque corrían juntos parecían no poder alejarse del edificio. Y el pánico que le provocaba a Javier saberse perseguido le hacía gritar a Gabi que corriera, que no se desmayara.
Al final de la calle un extraño cristal le mostró la salida de aquel mundo irreal como si se encontrara dentro de una película, en el televisor. Tras el cristal, la imagen nítida de una cara conocida, la de Carmen, su chica. Comenzó a gritar, aún en susurros. ¡Sálvame! ¡Sácame de aquí!…
Corría y corría hacia el cristal, pero el chico se detuvo definitivamente. Cuando ambos se pararon, al fin Javier miró al chico. No recordaba verlo vestido así cuando entró. Se fijó en las ropas de la persona que llevaba a su lado: una sudadera negra, la capucha puesta… y una máscara mortal.
Un último grito acudió a su mente… ¡Carmen, despiértame!…